(Artículo publicado en el boletín electrónico de preparación para las IV Jornadas de la ELP en noviembre del 2005)
“Todo cambia. Mis amigos y conocidos, por ejemplo, cambian las cortinas del cuarto de estar como cambian de empleo, cambian de domicilio, (...) bicicletas por motos; truecan sellos, postales, monedas, los buenos días, ideas y opiniones; algunos intercambian también sonrisas”.[1]
Efectivamente hay cosas que cambian. Que ya no vuelven a ser lo que eran, hay la sensación ilusoria de progreso. Sin embargo, en la cultura hay cosas que permanecen invariables, constantes, que perduran en el tiempo.
Un ejemplo que nos atañe como analistas es el peso que tiene el ideal de la buena voluntad y la consecución del Bien, así como la manera que la cultura rechaza al Síntoma, en definitiva, que rechaza el poder del Inconsciente.
Vivimos en un mundo en el que la ciencia y los fanatismos se han convertidos en los amos. Ambos están unidos por este rechazo del Inconsciente. A ambos les preocupa cómo dar respuestas a las pandemias. Mientras, se pierde de vista que el malestar persiste.
No se trata de un fenómeno nuevo. Ya pasaba, por ejemplo, en la Viena de Freud. Pero lo que constatamos también es que como siempre estos dispositivos propuestos por el discurso del Amo, acaban fallando.
Prueba de ello es lo que ocurre en la salud pública, en los centros de salud mental, en las escuelas. Estas estructuras hacen agua por todas partes y se buscan supuestas soluciones que obstruyen la verdad: la farmacología con sus promesas, las terapias comportamentales, técnicas de negociación de conflicto, se llega a hablar de gestión de los sentimientos (¡vaya contradicción!)
Es un gigantesco patchwork que vive prometiendo la felicidad. Y lo que finalmente reina es el malestar. La sociedad a través de la ciencia propone retoques, soluciones de maquillaje, ortopedias varias. En definitiva, no acepta la división subjetiva. Ya Freud señalaba: “el neurótico constituye una complicación indeseada para la medicina”[2]
¿Qué le queda al psicoanálisis?
Lacan señala: “sólo es factible entrometerse en lo político si se reconoce que no hay discurso, y no solo analítico, que no sea del goce, al menos cuando de él se espera el trabajo de la verdad”[3]
El discurso del psicoanálisis, pues se debe oponer a estos intentos de control, de dominio, no hay nada que le sea más opuesto. En cierta forma la tarea de los analistas no debe ser distinta de la que ha sido siempre, de lo que le ha tocado a cada generación. Pensemos en los avatares a los que se enfrentó Freud, como la moral Victoriana o el ascenso del nazismo, o a los que se enfrentó Lacan en su relación a la IPA, o al mayo del ’68.
Ellos navegaban en la contracultura. Contracultura no en el sentido de lo marginal, de lo lumpen, sino precisamente de crear un movimiento que va a contracorriente, que tiene una ética propia, que no renuncia a su misión, que no acata los ideales propuestos. Que ve la trampa y no participa del juego, y en definitiva que sabe que el Rey está desnudo.
Lacan señala que lo que el analista instituye como experiencia analítica es la histerización del discurso. Así, la utilidad del psicoanálisis tendrá que ver con una oposición activa a todo intento de tapar las diferencias, venga esto través de la Ciencia, la Religión o la Identidad. Manteniendo la ética en el centro para permitir que los sujetos hagan un buen “uso” del psicoanálisis.
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