Una de las consecuencias negativas más evidentes de la pandemia es el malestar subjetivo que ha generado en los niños y en los adolescentes.
Los psicoanalistas al hablar de malestar, en ámbitos públicos, lo hacemos como una forma de englobar distintas problemáticas, evitando, de esta manera, la estigmatización y el mal uso de categorías diagnósticas efecto de las distintas versiones del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders)
Sin embargo, el psicoanálisis es muy preciso a la hora de identificar lo que puede ocurrirle a una persona. De esta forma se opone a la generalización, que establece etiquetas y categorías, tratando a cada Sujeto a partir de su peculiaridad.
A estas alturas de la crisis de la Covid 19 es sabido (los medios se ocupan mucho en notarlo) que muchos niños y adolescentes están acudiendo a un “psi” (psicólogo, psicoanalista, psicoterapeuta)
En el caso de los adolescentes son muchos los que piden (demandan) a sus padres que los lleven a terapia. Esto (dado su número y que lo pidan) es una novedad en nuestro país.
Tradicionalmente los adolescentes acudían a la consulta del psi porque eran sus padres o tutores quienes lo indicaban, lo cual planteaba un problema importante en relación con la demanda. La novedad es que son los propios adolescentes los que reconocen que algo no va bien, que necesitan ayuda y la piden.
Los jóvenes de hoy en día tienen menos prejuicios a la hora de aceptar ayuda si lo comparamos con sus mayores. Inclusive, constatamos que son muchos los adolescentes que comparten en sus conversaciones con sus amigos que asisten a terapia, es algo cada vez más normalizado. Algo impensado en la generación de sus padres.
No buscan consejos de gurúes, no buscan terapias conductistas que les digan que hacer o busquen entrenarlos. En cambio, buscan ser escuchados, buscan encontrar respuestas a sus preguntas y enigmas. Buscan tratar su malestar. Se interesan por su propia historia, por sus relaciones, por aquello no pueden dejar de repetir, que se les impone y que los aqueja.
La pandemia y sus restricciones han tocado a los jóvenes allí en corazón de su experiencia adolescente. Inevitablemente, no poder encontrarse e interactuar con sus pares, no acceder a sus primeras experiencias sexuales, y al mismo tiempo una presencia física continua de sus padres interviniendo en sus vidas, han tenido consecuencias. Las mieles de lo digital y su promoción no pueden reemplazar en ningún caso el encuentro de los cuerpos, el descubrimiento de un nuevo mundo.
Así, constatamos muchas salidas de tipo sintomáticas. Escuchamos, y mucho, desórdenes de alimentación, autolesiones, dificultades escolares, etc.
Y aquí nos encontramos con otro obstáculo. Nuevamente las generalizaciones por parte de los adultos (muchos educadores y no pocos psicólogos y psiquiatras)
Quien parece deprimido recibe antidepresivos, si un joven dice que no tiene sentido la vida se inicia el protocolo de suicidio y la gran paradoja es que no se lo escucha. Son los protocolos los que guían el hacer del profesional.
La mirada de algunos adultos generaliza los síntomas. Autolesiones es el fenómeno de moda. Estamos advertidos que para cada sujeto tiene un sentido diferente. Hay quien lo hace para dejar una marca en su cuerpo, quien lo hace para hacerse daño, o para encontrar una satisfacción particular, a quien se le impone sin tener una significación precisa, quien lo dirige como un mensaje a los otros (padres, adultos), también vemos que hay quien se lástima porque otros lo hacen, por identificación (ya Freud nos advertía de esto)
Sin duda, esta es la razón por la cual muchas veces los protocolos no funcionan. Cada caso es singular. Y por tanto no se puede responder de forma estandarizada.
Los profesionales estamos para acoger, para acompañar a las personas en este camino. Esto requiere de una escucha atenta. Dar lugar a los matices y también a la invención, a la sorpresa.
Probablemente esta búsqueda y pedido de ayuda de los jóvenes, sea uno de los signos de los nuevos tiempos de nuestra sociedad. Parece que algo está cambiando.
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